MUNDOS DEL FIN DEL MUNDO / 4
En el país de las hadas del rododendro
El cañón del Yarlung Tsangpo, en el Tíbet, es uno de los puntos geográficos más remotos e inaccesibles del planeta
Rodeado de alguno de los picos más elevados del mundo, el desfiladero discurre entre una vegetación exuberante y frondosa que complica la travesía
Es la tierra de las flores, escenario de grandes gestas de exploradores que se jugaron la vida por desentrañar el enigma de esta garganta
SEBASTIÁN ÁLVARO 23 AGO 2013 - 00:00 CET
VIDEO:
Hubo un tiempo en el que la exploración geográfica fue cosa de espías. Ocurrió en la segunda mitad del siglo XIX durante lo que Kipling llamó El gran juego y en el lado ruso fue citado como Torneo de sombras, en realidad eufemismos para denominar la gran pugna por la hegemonía en Asia Central, donde rivalizaban la Gran Bretaña victoriana y la Rusia zarista. Allí, igual que en tiempos de Kipling, se sigue jugando el futuro la humanidad. Cinco potencias nucleares del planeta tienen intereses en la zona: China, Rusia, Estados Unidos, Pakistán e India. Países muy diferentes entre sí que arrastran un enorme fardo de pugnas y rivalidades sociales, étnicas, religiosas, políticas y económicas. En el Tíbet, el extremo oriental de ese enorme tablero geográfico, se escondía el cañón del Yarlung Tsangpo, un enigma que los británicos trataron de desvelar desde finales del siglo XIX. Nadie había conseguido recorrerlo en su totalidad. Era un reto excepcional. Parecía inconcebible que a finales del siglo XX existiese un territorio inexplorado de estas dimensiones.
Era otoño cuando viajamos a Lhasa, la capital del Tíbet, sobrevolando la cordillera del Himalaya. A través de las ventanillas del avión contemplamos las montañas más altas del planeta, que rasgan con sus cimas las nubes, emergiendo de ellas como islas en un mar de seda. Distinguí, en una rápida mirada, el arbotante de roca que la cumbre del Makalu sostiene. Probablemente ese pilar de granito rojo sea la escalada más bella de cuantas hemos intentado en Nepal. La más alta, una temible pirámide negra de silueta inconfundible, es el Chomolungma o Diosa madre de los vientos: el Everest. Un poco más al oeste se yergue la cumbre plana del Cho Oyu, la Diosa turquesa, mientras mucho más lejanos observo el Kangchenjunga y el Shisha Pangma, el Trono de los dioses. Recuerdo las veces que hemos estado allá abajo, escalando con las manos ateridas por el frío, el corazón encogido por un alud atronador y el abatimiento provocado por el aire enrarecido. Nos dirigimos a una aventura no menos difícil e inquietante, a uno de los últimos desafíos de la exploración geográfica; una vasta extensión saturada de aventura, de densos bosques, ríos temibles y altas montañas inescaladas. Es la zona más desconocida del Tíbet: el gran cañón del Yarlung Tsangpo. Me puso sobre su pista un libro del geólogo suizo Augusto Gansser, tituladoHimalaya, el techo del mundo, que me recomendó mi maestro Eduardo Martínez de Pisón. En él, Gansser, fallecido el año pasado con 101 años, escribió: “En la Tierra existen pocas montañas que guarden sus secretos tan celosamente como los grupos de Namche Barwa y del Gyala Peri, atravesados por el Yarlung Tsangpo, que fluye por la mayor garganta del mundo. Aquí termina la cordillera del Himalaya, de tres mil kilómetros de extensión, pero el cómo y el porqué son una incógnita abierta”.
Apenas nos detenemos en Lhasa, la capital del Tíbet, hoy convertida en una anodina ciudad de edificios acristalados y amplias avenidas, donde se cruzan ejecutivos chinos con nómadas venidos de la altiplanicie, monjes y peregrinos que circundan el templo de Jokang, el Vaticano budista, todos ellos bajo la vigilancia del omnipresente ejército chino deliberación. El Yarlung, que discurre tranquilamente no muy lejos de aquel majestuoso Potala, el palacio-monasterio que una vez acogió a los Dalai Lama , nos indica el camino a seguir. Después de más de una semana de un traqueteado viaje en un todoterreno, superando collados a más de cinco mil metros de altitud, llegamos por fin al pequeño pueblo de Pei, el lugar donde el Yarlung comienza su misterioso viaje a las profundidades. Se trata de un poblado de aspecto miserable y calles embarradas por la lluvia que, según me comentan los nativos, lleva cayendo sin cesar desde hace cuarenta días. Algo frecuente en este lugar por las tormentas monzónicas que ascienden desde el golfo de Bengala y se cuelan por esa enorme brecha natural abierta en la barrera del Himalaya. Nuestro alojamiento son cuatro paredes de tablas cubiertas por unas chapas metálicas bajo las que solo hay unos sórdidos camastros ya ocupados por una gran variedad de insectos. Así pues, a pesar del mal tiempo, salimos a pasear y nos acercamos a la orilla del Yarlung, donde se oyen restallar las banderas de oración budistas lanzando su habitual plegaria Om mani padme hum a los cuatro vientos.
El cielo amenaza tormenta y me quedo mirando aquel horizonte plomizo y atronador que nos aguarda. En este punto, donde termina el Himalaya por oriente, el Yarlung se precipita en grandes saltos y durante unos 230 kilómetros configura uno de los más increíbles espectáculos de la naturaleza. Un cañón de aguas tumultuosas que arrasan cuanto se encuentra a su paso, rodeado de una vegetación exuberante y constantes obstáculos que obligan al río a efectuar más de ochenta giros, alterando su curso previo en unos 270º mientras rodea el Namche Barwa o Roca cayendo del cielo, una montaña sagrada para los tibetanos y con 7.782 metros la más alta de Pemako, región conocida como tierra de las flores. Una vez superado el último gran obstáculo, sus aguas se despeñan hacia las llanuras de Assam después de haber salvado casi tres mil metros de desnivel y en dirección contraria, donde pasa a llamarse Brahmaputra, en honor de Brahma, el dios de la creación, y termina desembocando en el golfo de Bengala. Nadie hasta entonces había recorrido por completo, a pie o a bordo de una embarcación, el cañón más profundo e inaccesible del planeta.
Los días que hemos perdido en llegar a la puerta del cañón del Yarlung y la certeza de que somos vistos con recelo por parte de una expedición científica china con la que coincidimos en Pei me decide a ponernos en marcha sin más demora. Tantos controles deben tener una explicación. Algunos nativos nos cuentan que hay un proyecto de realizar aquí un gigantesco salto de agua que aproveche el enorme potencial del Yarlung. Teniendo en cuenta la consumada en la presa de las Tres Gargantas, no nos parece una idea descabellada. Además, este territorio está en litigio con India. Así pues, la presencia de extranjerosarmados con cámaras no les debe de resultar precisamente simpática. Algo que, efectivamente, confirmaremos al final de la expedición, cuando las autoridades chinas se presenten en nuestro hotel en Lhasa y nos requisen todo el material filmado. Es probable que, sin saberlo, nosotros fuéramos vistos como piezas del inacabado Gran juego.
Nuestra intención es adentrarnos todo lo que podamos en el cañón, siguiendo su curso lo más cerca posible. Contratamos como guía a un cazador de la zona y a 18 porteadores de entre los vecinos que ha dejado libres la expedición china, que, obviamente, tiene prioridad para contratarlos. En cuanto tenemos resuelta la logística, sencilla por su simplicidad, nos ponemos en marcha. Durante dos días aún encontramos algunos villorrios miserables donde los campesinos se apresuran a recoger la cosecha aprovechando el corto periodo de la breve temporada seca. La presencia humana en el cañón es muy escasa, pero data de antiguo. El invierno entrará en breve y los días despejados nos permiten por fin divisar un impresionante panorama. Nos encontramos ante siete picos que superan los siete mil metros de altitud y otros 15 que sobrepasan los seis mil, a cuyos pies se extiende una densa jungla que da cobijo al takín (un bóvido salvaje), osos de collar, leopardos de las nieves, pandas rojos, innumerables aves, gran variedad de serpientes y sanguijuelas, y, según dicen los lugareños, hasta el mismísimo Yeti. También se esconden en ella multitud de especies vegetales aún por clasificar. Un auténtico paraíso para los botánicos, como el británico Frank Kingdon Ward, quien bautizó este lugar como el país de las hadas del rododendro.
En 1924, el mismo año del trágico intento de George Mallory, el alpinista británico que acababa de desaparecer en el Everest, los británicos al Everest, Ward se internó, junto a lord Cawdor, en el gran cañón del Tsangpo. Tenía 38 años y hablaba chino. Con un talante muy parecido al de Ward escribió: “Estamos preparados para todo, excepto para la posibilidad de fracasar”. Emprendieron el camino por la misma ruta de anteriores exploradores, como Kinthup y Bailey, siguiendo el curso del río desde Pei hasta Gyala. Tuvieron más suerte que sus antecesores, subieron lo más alto posible y consiguieron ver unas cataratas, no tan impresionantes como las que esperaban encontrar. Las bautizaron con el nombre de Rainbow Falls, pero Kingdon Ward nunca pudo desvelar este misterio geográfico. Aunque con su libro The riddle of the Tsangpo gorges o El acertijo del cañón del Tsangpo dio a conocer en Europa las maravillas de este lugar en el que ahora nosotros comenzamos a internarnos.
Sin duda, uno de los mayores héroes de la exploración del Yarlung Tsangpo fue un sastre analfabeto de Sikkim llamado Kinthup. En 1866, los británicos pusieron en marcha un servicio de espías muy particular: los pandits, nativos de las regiones del Himalaya, fueron reclutados por el Servicio Trigonométrico de India para obtener datos y mediciones clandestinas y poder efectuar topografías de regiones prohibidas. Los pandits contribuyeron a hacer posible una de las más importantes hazañas geográficas de todos los tiempos, la cartografía de amplios territorios del Himalaya y el Karakórum. Arriesgaron sus vidas: muchos de ellos serían descubiertos, ejecutados o convertidos en esclavos. En 1878, las autoridades coloniales británicas decidieron intentar resolver el enigma del Yarlung, y para ello enviaron desde Darjeeling a un pandit, Singh, con un sirviente, Kinthup. Sorprendentemente para los medios con que contaban, los dos hombres consiguieron llegar hasta Gyala, que entonces, al igual que hoy, era el último lugar habitado antes de la entrada en las gargantas.
La jungla da cobijo al takín, el oso de collar, el leopardo de las nieves, serpientes y sanguijuelas”
Pasada esta última aldea, el terreno se hace más áspero, y el tronar del agua, más atemorizador. El paso clave es una travesía horizontal, con el vacío y el Yarlung acechando a nuestros pies, por la que pasamos, tendiendo una cuerda y un tronco, como moscas adheridas a un cristal. Luego nos alejamos del cauce y ascendemos hasta un lago alpino convertido en un enorme pantanal. La humedad nos empapa, pero hace posible una vegetación exuberante donde millones de árboles estallan en colores otoñales. Es, me lo parece, abrumado por semejante espectáculo, la más maravillosa demostración de la naturaleza. Por encima de la selva resplandecen las más hermosas y desconocidas montañas que he visto jamás. Durante días seguimos abriendo camino a golpe de machete por unos bosques sombríos donde los rayos de luz apenas rozan el suelo. Al sexto día de marcha alcanzamos el punto en el que los glaciares que descienden de la cumbre del Gyala Peri son bañados por el Yarlung creando un desnivel tallado a pico de más de cinco mil metros.
De su primera exploración, en la que no obtuvo ningún logro importante, a Kinthup se le reconoció que tenía “tenaz coraje y celo explorador”. En el siguiente intento, Kinthup se hizo pasar por el sirviente de un lama mongol y ambos deberían fingir ser peregrinos. En el verano de 1880, el lama y Kinthup se pusieron en marcha, pero muy poco después el lama dio muestras de su poca disposición a ser agente clandestino y su menos virtuosismo como clérigo. Maltrataba públicamente a su sirviente, que no podía protestar para que no los descubrieran, y se enredó cuatro meses en una aventura amorosa con la mujer de su anfitrión en el pueblo de Thun Sung. Por fin, con 25 rupias menos para compensar al marido burlado, en marzo de 1881 llegaron a la aldea de Gyala. Esta vez idearon una estrategia muy ingeniosa: cortarían leños de árbol, los marcarían de una forma convenida y los lanzarían a la corriente para que unos funcionarios situados en la zona india pudiesen saber si procedían del Tsangpo. Sobre el papel se trataba de una idea sencilla pero eficaz. Sin embargo, el viaje de Kinthup se complicaría mucho más de lo esperado. Ni él ni sus jefes pudieron imaginar que su travesía iba a durar cuatro años.
El lama resultó ser un traidor detestable que acabó vendiendo a Kinthup como esclavo un año después de su partida. Tras nueve meses de cautiverio, este ideó un plan de fuga y se escapó, pero en lugar de huir hacia la seguridad de India, siguió empeñado en encontrar las aguas del Tsangpo. Con sus perseguidores pisándole los talones, Kinthup recorrió el curso del río durante cien kilómetros hasta que le dieron alcance en el monasterio de Marpung. Nuevamente la suerte le fue favorable y el jefe del monasterio lo compró por 50 rupias. Aprovechando su nueva situación, pues su nuevo señor era más tolerante, siguió efectuando reconocimientos del Tsangpo. Luego pidió permiso para realizar una “peregrinación” a Lhasa, la ciudad sagrada, que se encuentra a más de 500 kilómetros de aquel lugar. Allí hizo entrega de una misiva que debían hacer llegar a sus jefes para que estuvieran atentos al río en unos días indicados. Luego rehízo el camino de vuelta a la esclavitud voluntaria. Su amo quedó tan impresionado que le concedió la libertad por su “celo religioso”. Pero Kinthup aún se quedó trabajando para poder ahorrar dinero para el largo viaje de vuelta. Luego, durante los tres días previstos, lanzó los troncos a las aguas del Tsangpo.
Sin duda, cualquiera hubiese pensado que el deber de un funcionario había sido cubierto con creces, pero Kinthup no era uno de los normales. En lugar de regresar rápidamente a ponerse a salvo, continuó aguas abajo, hacia una zona infestada de tribus hostiles y cazadores de cabezas. En la jungla de Assam, el ejército británico había tenido que batirse en retirada varias veces, y lo mismo le ocurrió al valiente pandit que solo de milagro salió con vida para contarlo. Su peripecia era tan increíble que cuando regresó a Darjeeling, nadie le creyó. La lacra de los burócratas, tantas veces repetida, ocultó la historia de Kinthup. Su carta fue archivada, nadie estuvo preparado a la orilla del Brahmaputra para ver pasar los troncos, y el jefe que le había mandado de expedición, el capitán Harman, había muerto en Europa. Fue un oficial británico apellidado Bailey, explorador él mismo del cañón del Yarlung, quien rehabilitaría la figura de un ya anciano Kinthup treinta años después. Tras corroborar los datos aportados, su informe fue reconocido como la más valiosa aportación para desvelar el misterio de las gargantas del Tsangpo. Desgraciadamente, a los pocos meses de cobrar una recompensa de mil rupias fallecería uno de los más grandes exploradores del Himalaya y uno de los servidores más leales que jamás tuvo el imperio británico.
A medida que nos adentramos en la selva del Tsangpo sentimos la fascinación que desprenden los grandes espacios intactos de la Tierra. Hay jornadas en las que, después de más de siete horas de marcha y esfuerzo con el machete, apenas avanzamos tres kilómetros sobre el mapa. A pesar de los guantes de cuero, tenemos las manos llenas de heridas a causa de los tallos y ramas de bambú, muy cortantes. Solo el ruido de nuestros pasos y el de los pájaros cuando levantan el vuelo a nuestro paso quiebran el agobiante silencio. Mientras avanzamos, las dificultades van en aumento. Cualquier rastro de camino ha desaparecido y tenemos que vencer los recelos de los porteadores, que cada vez se muestran más reacios a seguir por un terreno que se vuelve más complicado y desconocido. Damos rodeos y nos perdemos. Pasamos horas antes de volver a recomponer la caravana. Después nos internamos en el más increíble bosque de rododendros que hayamos visto jamás. Tenían razón los exploradores británicos, en verdad es un bosque de hadas. Todo es grandioso y, al tiempo, estremecedor. Pero la marcha se vuelve terriblemente penosa. Nos destrozamos las manos de agarrarnos a enredaderas, como si fuesen cuerdas, para no resbalar por pendientes empapadas de agua que nos llevan al vacío. Muchas veces nos perdemos y nos vemos obligados a retroceder y, a gritos, encontrar el camino que siguen nuestros compañeros. Vemos restos de grandes avalanchas producidas por terremotos, pues estamos en una de las zonas sísmicas más activas del planeta. Saltamos de bloque en bloque, en precario equilibrio, en un escenario salvaje y con el río rugiendo a nuestros pies. Por si fuera poco, la comida es muy escasa. A escondidas, los porteadores han decidido abandonarla para obligarnos a retroceder. En su torpeza no han calculado que los osos iban a aprovechar ese regalo, lo que nos supuso una retirada a la desesperada contra el reloj y el hambre que nos acuciaba más que en ninguna otra expedición.
A la bajada de un último collado descubrimos unas ruinas abandonadas. Es el antiguo monasterio de Pemako. Parece como si el tiempo se hubiera detenido y el olvido se hubiera apoderado de sus muros derruidos. Fue destruido durante la revolución cultural y los caminos fueron poco a poco engullidos por la naturaleza. El musgo y la vegetación recubren sus derruidas paredes y los árboles crecen dentro de lo que hace muchos años debió de ser un recinto sagrado. Descubrimos los restos de una estatua decapitada de un buda de bronce debajo de las piedras. Con ella, los porteadores levantan un pequeño altar y cubren los alrededores del campamento con banderas de oración. Ya no querrán internarse un metro más en el cañón. Quieren volver a sus aldeas, conscientes del peligro que corremos. Al menos conseguimos que nos esperen en este lugar mientras nosotros seguimos un día más. Queremos continuar para ver perderse las aguas del Yarlung, nuestro compañero inseparable de estos días, en un oscuro y angosto cañón de paredes verticales donde reverbera su ronco bramido…
Allí, protegido por la penumbra y el misterio, se encuentra uno de los últimos lugares de la Tierra que sigue envuelto por el fascinante atractivo de lo desconocido.
PD. Cuatro años más tarde, un equipo de Al filo… regresaría al cañón. A pesar de sufrir un accidente, mis compañeros lograrían terminar el reto planteado y explorar el resto de la garganta más desconocida, llegando hasta las enigmáticas cataratas que estuvieron buscando los exploradores británicos. Pero cuando quisieron continuar, ya por la parte más conocida del cañón, después de la Gran Herradura, las autoridades chinas no se lo permitieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario