Lleva un vestido blanco y unas sandalias con incrustaciones doradas. Sus uñas –postizas– son verdes. Su pelo, rojo, recogido con una coleta. Acaba de lavarse la cara, no está maquillada. Solo se ha puesto un poco de Nivea sobre la piel bronceada, “secuela del verano en la playa”, cuenta. Se sienta, delicada, en un sillón gris de flores, suspira y coloca las manos sobre el regazo. Ahí está. Es Saritísima, la última diva.
Tiene 84 años (“nunca he ocultado mi edad”) y afirma –categórica– que sigue estando vigente. Amadrina este fin de semana el festival de cine de Almería AWFF, que además rinde tributo a su contribución alwestern. Y no piensa bajarse de los escenarios. “En primavera me pongo a dar conciertos. Y me va muy bien. Pero en diciembre y enero no hago nada, ¿eh? El año pasado hice seis galas. Me quieren mucho en toda España. Estoy dos horas en el escenario y todos salen encantados. Y no hago nada para cuidar mi voz”, dice mientras enseña orgullosa un póster de una actuación en Zamora del pasado junio. Aparece recostada, cubierta por una sábana rosa pálido y con un puro en la mano.
“Introducing Sarita Montiel”, decían los créditos de ‘Veracruz’ (Robert Aldrich, 1954), su debut en Hollywood. No era la actriz principal, pero se convirtió en uno de sus reclamos. Abajo, con el protagonista, Gary Cooper, con quien aclara que no tuvo un romance.
No había quien financiara la película. “¿Para qué recuperar los cuplés?”. El productor Juan de Orduña escuchaba una y otra vez la misma pregunta. Tras tanta insistencia, su hermano logró conseguir un pequeño crédito gracias a un aval. Sara Montiel acababa de hacer Yuma en Hollywood y, previa advertencia sobre las limitaciones de rodaje, viajó a Barcelona para protagonizar El último cuplé
Orduña quería que una “cantante profesional” doblara a la actriz en todas las canciones que tenía que interpretar, pero no hubo quien aceptara sin que le pagaran en el acto. Así que la protagonista tuvo que hacerlo. Pidió a la orquesta que bajara medio tono para adaptarse a su voz y comenzó a entonar Nena, Clavelitos, Ven y ven.
Fueron tres meses de rodaje llenos de obstáculos. Los decorados eran de cartón. Hubo a quien le tocó usar un vestido de papel. Se hacía una única toma de cada plano porque no había película para más. Un día, el director estadounidense Anthony Mann, entonces esposo de Sara Montiel, visitó el plató y, al ver la precariedad de medios con la que se trabajaba, concluyó que la cinta estaba destinada al fracaso. “Nunca había trabajado en condiciones tan malas. Después de haber estado en México y EE UU, esto era pésimo”, recuerda ahora la actriz, quien al acabar la filmación se fue a Nueva York.
Transcurría la primavera de 1957 y el teléfono comenzó a sonar con noticias inesperadas: “La película es todo un éxito. El cine Rialto está a reventar. La gente tiene que comprar las entradas con varias semanas de antelación. Esto ya es un fenómeno social”. ¡Por fin! Sara Montiel llevaba años soñando que un día, no muy lejano, fuera recibida en un aeropuerto por una multitud de gente y de fotógrafos (“como le ocurría a Sofía Loren”). Y ese día había llegado. Un gentío alborotado y decenas de flases le dieron la bienvenida en Barajas.
A partir de entonces, el éxito fue estratosférico. Comenzó a protagonizar una cadena de melodramas musicales. Puso su tarifa: “Un millón de dólares por película”. Ella misma elegía las canciones que iba a interpretar. También el vestuario, para que estuviera a juego con la escenografía. Y hasta el horario de trabajo: “Porque me negué a volver a madrugar. En México y EE UU tenía que levantarme a las cinco y media o seis de la mañana. ¡Nunca más!”. Se olvidó de Hollywood: “En todas partes cayó El último cuplé como una avalancha y en todas partes triunfó. ¿Quién, en un caso así, querría volver a hacer de india?”.
Jamás tuve relaciones amorosas con Gary Cooper. Fuimos amigos, y ya. Si hubiera querido, habría hecho el amor con él, pero no quise”
Se dicen muchas cosas de Sara Montiel. Se dice que exigía una media, a manera de filtro, en todas las cámaras que captaban su imagen. “¿Tú crees? Es ridículo. Solo pido luz blanca directa a la cara. No necesito nada más para salir estupenda. Tengo una maquilladora, es verdad, pero me da muy poco fondo, me gusta muy tenue. Así ha sido siempre”.
Se dice que usa peluca. “Uuuuy, ¡mira el pelo que tengo! A mi edad tengo mucho, ¿comprendes? Ahora, cuando voy a la televisión me pongo como una leona, ¿eh? Me lo rizo muy bien y ya está”.
Se dice que en realidad no canta. “No sé quién comenzó a difundir eso de que me doblaban. ¡Nunca! Mira: tal vez no sea la mejor cantante, pero sé interpretar. Y muy bien. He grabado unas novecientas canciones. En 1969 hice Sara Montiel en persona para que el público fuera a verme, porque no me conocían, solo me habían visto en la pantalla. Fue un poco, también, para callar ese rumor de que yo no cantaba”.
Se dice que es aficionada a la cirugía plástica. “¡Jamás! Pero si no tengo arrugas. Algunas líneas de expresión, sí. Muy finas, pero no son arrugas. No tengo bolsas ni ojeras. No me he hecho nada en la cara, ¿ves? Yo no soy como las de ahora, todas operadas. Se ponen unos morros impresionantes. Yo no me pongo morcillas. ¿No has visto que hay algunas que parecen patos? Ay, me hacen mucha gracia”.
Se dice que pasa sus días en sendos rituales de belleza. “Para nada. Mi madre me decía: ‘Ay, hija mía, cuando seas mayor vas a tener la piel de lagarto’. Porque me lavo la cara nada más que con jabón, el que sea, y después, loción para hidratar. Siempre por la mañana. Tengo los poros muy finos y nunca he tenido problema. Soy muy blanca, piel delicada, fina, pero sin arrugas. Y me maquillo muy poco. Eso sí, me pinto bien los ojos y la cejas”.
Sara Montiel, caracterizada de María Luján, fumando y esperando en un destartalado cabaret de Barcelona en ‘El último cuplé’ (Juan de Orduña, 1957), gran éxito internacional del cine español. Aquí nació su estrella.
Se dice que intimó demasiado con Marlon Brando. “Ah, eso es por los huevos de Marlon. Lo conocí en 1951, en una película que él hacía con Frank Sinatra. Luego nos volvimos a ver cuatro años después, cuando él rodaba Sayonara. Una vez le dije: ‘Yo hago unos huevos fritos con ajos, a lo manchego, ¡que pa qué te cuento!’. Y ahí quedó la cosa. Como a las dos semanas, a las cinco de la mañana, Margareth, una criada divina, negra del sur, que teníamos Anthony Mann y yo me despertó: ‘¡Señora, Marlon Brando está en la cocina!’. Pues salí, le hice unos huevos fritos con ajos y un café que me salió buenísimo. Luego él no paraba de decir: ‘He comido huevos manchegos, huevos de la tierra de Don Quijote’. Muy majo. Compartíamos también el gusto por México, donde él había hecho ¡Viva Zapata!, pero nada más”.
Se dice que fue amante de Gary Cooper. “¡Ay, por favor! Jamás tuve relaciones amorosas con él. Fuimos amigos, y ya. Cuando lo traté, yo estaba con Severo Ochoa. Es cierto que si hubiera querido, habría hecho el amor con Gary Cooper. Pero no quise”.
En resumen, “se dicen muchas mentiras”, aclara, “y ninguna me ha afectado. Estoy acostumbrada”.
Sara Montiel estuvo a punto de no nacer. Cuando su madre supo que estaba embarazada por segunda vez, decidió que era mejor “que el niño no viniera al mundo”. Los tiempos “estaban muy difíciles” como para que la familia creciera tan rápido y, a escondidas, salió de su pueblo para abortar. Pero nadie se dio cuenta de que en el vientre tenía dos placentas. Le sacaron una y la otra siguió creciendo. “Fíjate: tal vez hubiera podido tener una gemela o gemelo”. No lo tuvo, pero sus padres se encargaron de que ella tuviera suficiente presencia. Por eso se llama María Antonia Alejandra Vicenta Elpidia Isidora Abad Fernández.
En 1928, Campo de Criptana (Ciudad Real) era un pueblo humilde que subsistía gracias a la agricultura. Al estallar la Guerra Civil, los Abad Fernández se fueron a Orihuela (Alicante), y ahí la futura estrella comenzó a estudiar en un colegio de monjas, donde sor Leocadia le enseñó a cantar. Antonia tenía 16 años cuando en la Semana Santa de 1941 cantó una saeta que escuchó el periodista José Ángel Ezcurra, fundador de la revista Triunfo, y quiso conocerla.
"El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino. Estaba casado y, además, no pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas"
Ezcurra le puso una profesora de canto y la animó a presentarse a un concurso. Interpretó La morena de mi copla y ganó. Luego la llevaron a Barcelona para hacer unas pruebas de cine, y debutó, no sin ciertas reticencias, con Empezó en boda, al lado de Fernando Fernán-Gómez. “Fue el primero que me besó. Yo tenía 16 años y no sabía. Y me explicó cómo se hacían las películas. Yo creía que se hacían como se ven: del principio al final”.
Pensó en Alejandra como nombre artístico. Pero al ilustrador Henrique Herreros no le gustó. Requería un “apellido contundente”, como Montiel. Por su parte, ella recordó que su bisabuela se llamaba Sara, un nombre que le agradaba. Así nació Sara Montiel. Y así la llamaron por primera vez en la revista Primer Plano.
Llegaron más películas. En Locura de amor, por ejemplo, hizo de “mala malísima”. “Pero ahí el público comenzó a notar que en realidad yo estaba buenísima”. Sentía, con todo, que su carrera de actriz no despegaba. Un día, el dramaturgo Miguel Mihura (“mi primer amor, el hombre que me hizo mujer y al que volvía loco en la cama y dejaba como un trapo”) la recomendó a la productora Hispamex, que la contrató para hacer Furia roja en México.
Sara Montiel llegó al Distrito Federal acompañada por su madre en abril de 1950. “¡Ay, qué país México! Qué sitios, qué comida, qué gente. Una industria cinematográfica muy profesional, en plena época de oro. ¡Y la gente se podía divorciar! Una realidad que contrastaba con la España cutre que teníamos. Al instante me hice famosa. Cómo no, si me pusieron al lado de Pedro Infante. Hice tres películas con él. Y me hice mexicana, claro. Todavía tengo mi carta de nacionalidad en la caja fuerte. Cuando me casé con Tony Mann, en Los Ángeles, me casé con mi otro pasaporte, el mexicano”.
Vendiendo flores y enamorando aristócratas, Montiel se consolidó como ‘sex symbol’ hispano mundial con ‘La violetera’ (Luis César Amadori, 1958). Ya era la actriz mejor pagada de España.
Se había ido a EE UU sin hablar inglés (“lo aprendí fonéticamente, apuntando los diálogos como debía pronunciarlos”) para hacer películas como Veracruz y Serenade, donde conoció a Mann. Pero tras el éxito deEl último cuplé centró su vida artística en España, hasta que en los setenta dejó de filmar. “Después de Cinco almohadas para una noche me di cuenta de que el destape no era para mí. Era muy vulgar. Tuve muchas ofertas, pero no acepté”.
México contaba con refugiados españoles de primer nivel. Gracias a José Puche, que había sido ministro de Sanidad en la República de Juan Negrín, Sara Montiel empezó a rodearse de intelectuales. Ella, que nunca ha sido “mujer de escuela y universidades”, tuvo “al mejor maestro”: el poeta León Felipe. “León no soportaba que yo no supiera leer bien, que fuera tan ingenua, inculta. Me daba libros de historia de México. Y yo los leía, los copiaba. Así aprendí a leer y escribir. Me puso a estudiar teatro. Se enamoró de mí. Pero… yo no. Y creo que le decepcioné. A sus tertulias acudía gente como Alfonso Reyes o Pablo Neruda. Un día me presentó a Diego Rivera y a Frida Kahlo. Jamás imaginé estar con gente así”.
Tampoco imaginó conocer a Hemingway. “Fuimos a Cuba a grabar unos exteriores y [la mecenas] María Luisa Gómez Mena organizó una cena para el equipo en su mansión. Invitó a más gente, entre ellos a Ernesto. Al acabar, salieron los criados con unos puros. Él cogió dos y me dijo: ‘No sé por qué me da que tú vas a fumar muy bien. Como la señora Gómez Mena, muy elegante’. Uy, yo casi me ahogo con el humo. Y él me dijo: ‘No tienes que tragarlo: no debe llegar más allá de la punta de tu lengua’. Y eso he hecho hasta ahora. Fumo de vez en cuando. Y sé que lo hago con la mano muy bien puesta. Hay mujeres que cogen el cigarro mal, arrugado, pero yo lo hago con la mano estirada. Me lo ha dicho mucha gente, y sé que tengo ese don.”
"Una estrella no iba al supermercado a comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Por eso la gente no les tiene respeto"
La estrella siempre tiene planes.“Guardo 150 vestidos de noche. Cuando tenga tiempo y ganas, haré una exposición con ellos. Cogeré a dos o tres modelos y haré una fiesta a beneficio de algo. También pienso vender esta casa. Ya es de mis hijos, y la quieren vender. Iremos al piso de la plaza de España”.
Tiene una memoria precisa. “Es demasiada. A veces no quisiera tenerla. Me acuerdo muy bien de todo, y eso no a todos les gusta”. Cuando empieza a ver las fotos incluidas en su autobiografía Vivir es un placer (Plaza & Janés, 2000) recuerda fechas y circunstancias en que fueron tomadas. “Me veo y digo: ‘¡Coño!, ¿yo era así?… ¡Madre mía!”.
Tiene dos hijos y el recuerdo de muchos que no fueron. “He tenido 11 abortos. El último, a los 51 años. Intenté e intenté parir, pero no pude. Al final adopté a Thais y Zeus, a los que amo con todo mi corazón. En 1959 casi lo logré. Tenía una panza enorme de ocho meses y me caí al salir del estudio de mi marido. De culo, sentada, empecé a reír: ¿Pero será posible? ¿Seré tonta? A las cuatro horas empecé a sangrar como un cochinillo al que le rajan el cuello. Me hicieron una cesárea. El bebé había muerto en el momento en que me caí. Me dijeron que tendría secuelas debido al edema de Quint, y así fue. Me quedaba embarazada, pero a los tres, cuatro, cinco meses…, todos los perdía causa de una inflamación en los tejidos blandos”.
Tiene nostalgia de sus amores. “Cuatro matrimonios y, ¡uy!, ya perdí la cuenta de los novios. El primero fue Miguel Mihura. Yo tenía 17 años y él 40. A León Felipe lo quise, pero no me enamoré. El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino. Lo vi por primera vez en el consulado mexicano de Nueva York y me gustó de inmediato. Y yo a él. Pero estaba casado y, además, no pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas. ¿Qué iba a ser mi vida con él? ¿Él en su laboratorio y yo tomando el té con las esposas de otros científicos? No. Con Tony Mann estuve casi siete años, hasta que nos divorciamos porque cada uno tenía sus planes. Chente [el empresario José Vicente Ramírez García-Olalla] fue un error. Quería que dejara mi carrera y se apropió de buena parte de mi dinero. Pepe Tous fue mi gran compañero, ¡27 años juntos! A él le debo el impulso de la faceta de cantante y principalmente que fue un gran padre para mis hijos hasta el último de sus días”. ¿Y ahora? “Tengo un amigo con derecho a cosquillas. No digo más”.
Con la comedia ‘Cinco almohadas para una noche’ (Pedro Lazaga, 1974) dejó el cine. “El destape no era para mí”, explica la actriz. “Era muy vulgar. Tuve muchas ofertas, pero no acepté”.
El sol entra por la ventana mientras Sara habla en su rincón favorito, un sillón floreado donde ve películas en una pantalla de 85 pulgadas durante horas. Allí se esfuerza por explicar por qué ella no es “alguien normal”.
“No soy la clásica señora. En absoluto. Estoy escribiendo y grabando cosas que publicaré luego o cuando muera. Tengo 84 años, ya no tengo mucho tiempo, soy consciente. Pero desde hace 54 años [cuando triunfó El último cuplé] no ha salido nadie como yo, que haga las taquillas que hacía yo. Tengo una placa en un cine de México porque estuve tres años con El último cuplé. Y eso no vuelve a repetirse. Mi éxito, lo que me pasó a mí, llegar a lo que llegué, ya es muy difícil”.
Y la época que usted protagonizó, ¿tampoco volverá? “Ya no. Porque se acabó el glamour de antes. Era otra manera de lanzar a las estrellas. Los estudios nos cuidaban mucho. Nos protegían. Una estrella no iba al supermercado a comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Y por eso la gente no les tiene respeto. Ahora la gente no se mata por ver a una estrella, las tienen en anuncios, en la tele…”.
Ella sigue cuidando sus apariciones públicas. “Siempre visto de rojo, negro o blanco, un consejo que me dio Marlene Dietrich”. Disfruta hablando horas sobre su trayectoria. Pero siempre se guarda algo. Ha sido la primera española en Hollywood. Es la última diva. “Hay que mantener el misterio”, concluye.
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